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martes, 24 de marzo de 2009

“Cambalache” tenía razón

Se llama Orden Internacional y consiste en que condenan a tres años de cárcel a Muntadhar al-Zeidi, el periodista que lanzó un zapatazo a George Bush, pero nadie condena a George Bush, que lanzó cientos de miles de bombas sobre Irak y Afganistán y mató a miles de civiles de esos dos países.
O sea que una cosa es un zapato que no da en el blanco y otra miles de bombas que sí aciertan el blanco –aunque ese blanco sea un solar familiar, la celebración de una boda que se confunde con un aquelarre terrorista o un edificio de departamentos donde se presume que vive un sospechoso-.
El Orden Internacional consiste en que a Radovan Karadzic, el asesino de musulmanes en Bosnia Herzegovina, lo persiguen por criminal de guerra y lo capturan (qué bueno), pero a Ariel Sharon, asesino serial de niños palestinos, lo nombran primer ministro y lo lloran cuando le da una embolia.
¿Y será Orden Internacional que la ONU sea esa vieja espectral que nadie respeta, a punto tal que cuando su secretario general estaba en Jerusalén la aviación israelí incendió los almacenes de la organización mundial en Gaza?
Es cierto que el Orden Internacional ha sido siempre, desde que exterminamos a los Neanderthal, una expresión de nuestra animalidad depredadora.
Lo que pasa es que ahora el arte de matar en masa ha llegado a estadios magistrales y, claro, eso hace una diferencia de hemorrágicas consecuencias. Una cosa era el combate cuerpo a cuerpo de romanos y germánicos en las cercanías del Rin y otra es una bomba de racimo puesta en un cohete inteligente que llega a tu cuadra casi por Federal Express. Y, además, cuando nos comíamos a los Neanderthal no pregonábamos que éramos civilizados.
Una recientísima muestra del Orden Internacional ha sido lo que ha pasado con España y Kosovo.
En un inusual gesto de independencia y dignidad, el gobierno español ordenó que sus 600 efectivos salieran de Kosovo, la antigua provincia serbia que Estados Unidos y sus aliados han convertido a la fuerza, y ante el cadáver de Yugoslavia, en un país oficial.
Como ustedes saben, la provincia de Kosovo se autoproclamó república independiente en febrero del 2008 y, de inmediato, fue reconocida por los Estados Unidos y los países que más le sirven, esos avecindados en lo que alguna vez fue la Europa de los Medici.
La independencia de Kosovo vino después de que las tropas de la ONU y la OTAN, heterónimos pomposos de Washington, libraran una guerra breve y feroz en contra de los serbios de Milosevic. El pretexto fue que Kosovo, cuna histórica del pueblo serbio, estaba lleno de albaneses. Que es como decir que el estado de La Florida debía ser parte de la república de Cuba o que Tarapacá mereció ser chilena por la presencia extendida de súbditos de Chile en sus parajes.
En fin, que Kosovo es un país falso, tan inventado como Panamá cuando al bruto del garrote se le ocurrió que el Canal debía de hacerlo en una colonia surgida de su imaginación y no en una provincia colombiana sujeta a las leyes de Bogotá (los deudos de los 20,000 trabajadores muertos en la obra no merecieron la indemnización que Colombia habría planteado).
Lo surrealista es que España no reconoce a Kosovo como república independiente. Y no lo hace porque los nacionalismos vasco, catalán y hasta el gallego tienen vocación centrífuga y puede ser que algún día el síndrome de Kosovo prenda como epidemia en esas autonomías. Y ya veremos quién bombardea a quién.
Entonces viene la pregunta: si España no reconoce a Kosovo, ¿qué hacían sus tropas en Pristina, la capital de aquel país fraguado en Washington, cuidando precisamente de que a Kosovo no lo vaya a retar el revanchismo serbio? ¿Estás cuidando las fronteras de un país que has negado? ¿Se puede ser más idiota?
¿Qué hacían las tropas españolas en Kosovo? Pues cumplían órdenes de la OTAN, el portaaviones de los Estados Unidos más gran del mundo.
Así que cuando la ministra de Defensa española, Carmen Chacón, anunció hace poco que las tropas españolas se retirarían de Kosovo nada pudo sonar más coherente ni más sensato ni más decente.
Bastó que eso ocurriera, sin embargo, para que Washington dijera de inmediato que la actitud de España “era decepcionante”. Y bastó que la Casa Blanca abriera la boca para que la derecha española pusiera el grito en el cielo y dijera que no se podía poner las relaciones con los Estados Unidos en peligro, que Carmen Chacón había sido una irresponsable y que qué buenos fueron los tiempos de la rana René, o sea Aznar en las Azores y babeando inglés en Georgetown.
¿Y qué hizo Rodríguez Zapatero? ¿Respaldó a su ministra, que, evidentemente, sólo había expresado una decisión tomada en La Moncloa?
No sólo no la respaldó sino que mandó a Bernardino León, secretario general de la Presidencia, a decir que ya no había retiro y que la voluntad de España “es prolongar la estancia de las tropas mientras sea necesario”.
¿Se puede ser más insignificante? Bueno, sólo si hablamos de gobiernos como el de las Islas Marshall, un archipiélago radioactivo donde los Estados Unidos reventaron 67 bombas atómicas en la posguerra y cuyo producto de bandera es el cheque que Estados Unidos le pasa cada año para que sus 52,000 habitantes se sigan divirtiendo llenándose el cuerpo de tatuajes y hectolitros de alcohol.
Eso también se llama Orden Internacional. Ese orden que Alan García, hijo político de un ciudadano del mundo llamado Haya de la Torre, mira con miedo reverencial. El miedo de quien, ya sexagenario, tomó la decisión más importante de su vida: obedecer.
El tango “Cambalache” no era un tango. Era pura sabiduría. Y no lo escribió Santos Discépolo. Lo escribió Nostradamus.

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