Siempre me ha caído bien el feminismo y, sin embargo, siempre me han parecido sospechosas las feministas más recalcitrantes.
Porque esas feministas de ONG y matrícula, de subsidios holandeses y paporretas reduccionistas, suelen practicar el sectarismo que ven debajo de cada piedra ajena.
Y estas sexistas en guerra, que son quienes han convertido el maniqueismo en un método útil para no pensar, son las que acaparan los micrófonos, las tertulias y los titulares.
Conozco feministas que son femeninas y pensantes, reflexivas y hasta bellas y, en algunos casos, hasta casaderas sin remordimiento. Pero quienes dicen representar el vaginismo en lucha parecen constituir una federación de muecas. Y desde sus altoparlantes, conseguidos a punto de extorsiones más o menos “políticamente correctas”, despliegan un programa rabioso y reduccionista que empobrece y adocena a la mujer.
Es cierto que muchísimas mujeres inteligentes y valiosas ya se han dado cuenta de esta usurpación y han desertado de las filas del fundamentalismo simplón, del cuoteo automático y de la proclamada abolición de las diferencias –sí, de esas diferencias que han permitido a la humanidad multiplicarse y, muchas veces, amarse con ese amor que sólo la perfecta desigualdad puede brindar-.
Las rabietudas siguen, sin embargo, envenenándose y tratando de vengarse, probablemente, de alguna conducta desconsiderada, de algún macho miserable, de alguna infancia indeseable. Tienen legítima razón para su ira, qué duda cabe, pero lo que es difícil de soportar es que sustituyan de un modo tan fácil las sesiones de terapia por el discurso de la radicalidad.
A mí que no me vengan a convencer de las bondades del otro género. He amado a las mujeres con alguna exageración, me he rodeado siempre en mi trabajo de mujeres inteligentes –hay ventanas para la excepción, para decirlo informáticamente- y he preferido por lo general la honestidad de las mujeres antes que el darwinismo chavetero de los hombres.
Por eso decía que estoy con el feminismo, siempre y cuando no me lo grite en el oído una señorita que no se ha afeitado por la mañana.
Ahora bien, al feminismo peludo le ocurren chascos extraordinarios.
En España, por ejemplo, ha sucedido algo que ha desquiciado a las Pasionarias antifálicas.
Resulta que el 2 de agosto del 2008, en un hotel madrileño de Majadahonda, un energúmeno borracho y coqueado, un “macho madrileño” en suma, se dedicó a pegarle, en plena calle, a una señorita que era su novia. La bestia se llama Antonio Puerta y la víctima tiene el nombre de Violeta Santander.
Cuando Jesús Neira, profesor de Teoría del Estado y periodista, vio la escena del abuso, no dudó un instante en salir en defensa de la señorita Santander. Esto a pesar de la diferencia de talla y peso y la distancia de las edades, pues el abusador tiene 44 y el defensor de la dama 55 años.
Gracias a que el profesor Neira se interpuso, Violeta Santander pudo zafarse del animal que la sacudía. Segundos después, sin embargo, Neira fue derribado por detrás con un golpe de puño en la cabeza y golpeado varias veces más estando ya caído.
Hubo cuatro testigos que coincidieron en describir la viciosa cobardía de Antonio Puerta y dos cámaras, para desgracia del matón, grabaron lo sucedido.
Cuatro días después de la paliza, el profesor Neira sufrió un derrame cerebral y entró en coma profundo. Toda la prensa española lo convirtió en héroe y en víctima y los colectivos de mujeres le rindieron homenajes por haberse portado como uno de esos caballeros del viejo estilo.
Neira estuvo más de dos meses en coma, al borde de la muerte, y su agresor fue a parar, desde luego, a la cárcel por intento de homicidio.
Lo que sucedió después fue lo inesperado.
Porque resulta que la dama defendida, la dama salvada de las manos y puños de un salvaje, cobró 70,000 euros para salir en la TV a decir su verdad. Y lo que dijo fue muy sencillo: ella no se sentía maltratada, su agresor era “una bellísima persona” que reaccionó por “el síndrome de abstinencia” que padecía –aquí metió la pata porque la defensa del frustrado homicida arguyó, más bien, el exceso de alcohol y cocaína como atenuante-, y, por último, el profesor que le salvó la vida y estuvo a punto de perder la suya era más “un entrometido que un héroe”.
La televisión basura, que en España, al igual que aquí, es mayoritaria, se disputó a este encanto de mujer agradecida. Y la señorita Violeta Santander se ha paseado por los platós más pezuñentos de la península para decir “su verdad”.
Un periodista del prestigio de Luis del Val la ha llamado, a secas, “miserable”. Y “miserable” y muchas otras cosas más subidas de tono la llaman por calles y plazas de Madrid y España.
Y las que han vuelto a quedar colgadas de la brocha, sumidas en un ridículo con colores de Almodóvar, son las feministas Marta Ortiz, de la llamada Coordinadora Española para el Lobby Europeo de Mujeres, y Marisa Soleto, presidenta de la autotitulada Fundación de Mujeres.
En efecto, estas lideresas del feminismo ultravioleta no se han atrevido a condenar a la imbécil moral que se pisotea en público, aplaude a quien la amorata y reniega de quien casi muere por defenderla.
Si la imbécil moral fuera “el imbécil moral”, o sea si la zorra fuese zorro y tuviese colgajo en vez de estuche –para citar a Julio Ramón Ribeyro-, el feminismo moral de las Españas caería en picado sobre tan sabrosa carroña.
Pero como se trata de “la” y no de “el”, las organizaciones feministas españolas han pedido “que cese el circo mediático de las entrevistas a Violeta Santander” y han dicho, textualmente, que la damita en cuestión “no se da cuenta de lo que está viviendo”.
A esos extremos puede llegar el gremialismo de género. No estoy seguro de qué lecturas tienen detrás las feministas españolas que defienden a un monstruo por el solo hecho de tener un hueco por delante, pero sospecho que una de sus autoras favoritas podría ser Anne Koedt, arquitecta del famoso ensayo “The Myth of the Vaginal Orgasm”.
Koedt, a quien Mailer caricaturizó cruelmente, sostenía en esas páginas que “el establecimiento del orgasmo del clítoris como un hecho normal amenaza la institución heterosexual...y de este modo la heterosexualidad será una opción, no un absoluto”.
Necesito decir que la señorita Koedt era una lesbiana armada hasta los dientes? Bendita sea, digo yo. Pero de allí a decir que el feminismo consiste también en rechazar el orgasmo profundo, de allí a despreciar ese orgasmo surgido no sólo del instrumento sino de la emoción y del mutuo acatamiento, de allí a decir, en suma, que cualquier manipulación clitoral, a solas o en compañía, puede sustituir a la machedumbre en ristre...eso es desconocer el propio cuerpo y negar la gloria de la concurrencia.
La señorita Koedt no sabía lo que se perdía. Las feministas españolas sí saben, en cambio, lo que hacen.
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