“Muchas personas en el Perú son una mierda”, ha dicho el futbolista Claudio Pizarro en declaraciones al diario alemán “Bild”.
Pizarro ha enfrentado con esta declaración (casi de principios) los ataques que un amplio sector de la prensa le ha venido infligiendo a raíz de las revelaciones de Fiorella Faré, la adorable mujer que, en ropa interior, nos miraba hace años desde un panel de Javier Prado y que hoy, con los documentos que sacó del domicilio conyugal, aspira a arruinarle la vida al tramposo de su ex (que era un tramposo inimputable cuando todavía se portaba como proveedor).
Después de conversar con Efraín Trelles y de enterarme gracias a él de algunos pormenores del escándalo, no tengo la menor duda de que la empresa Image era una tapadera, Carlos Delgado un tratante portugués de jugadores, el club Cristal un solar con techo de vidrio, Roberto Silva un papanatas, Santiago Acasiete un cornudo financiero y el mismísimo Claudio Pizarro un Midas de la vaina y un pícaro de la trifecta.
¿Y la señora Fiorella Faré? Bueno, bastaría decir que su padrino moral se llama Nicolás Lúcar, el chupe del fantasma. Y que queda de lo más linda cuando dice que los papeles que extrajo del hogar “llegaron a mis maletas sin saber yo cómo” –con lo que demuestra que su corteza cerebral podría haber sido bombardeada con napalm de discoteca-.
Y basta oír a sus abogados para comprender que aquí no hay honras que redimir ni justicia que aplicar sino una sed de venganza que no te la sacia ni La Atarjea y un ruido de caja registradora que sólo cesará cuando se firmen los cheques respectivos.
Nada de esto quita, desde luego, que el señor Delgado sea un espectro tributario que no paga impuestos en Alemania porque los paga en el Perú y que no paga impuestos en el Perú porque los paga en Alemania y que no paga impuestos ni en Alemania ni en el Perú porque los paga en Panamá. Como si en esa provincia colombiana abierta en canal por el Roosevelt malo alguien pagara impuestos.
Y ninguna zorrería abogadil o en bragas disculpa tampoco el hecho de que el señor Claudio Pizarro sea un candidato a San Jorge (no el santo sino el penal) y un zamarro de siete leguas cuando, como nos lo contó
Efraín Trelles, exigía al técnico de la selección peruana de fútbol que pusiera a un jugador mediocre que él representaba y que necesitaba lucir para su venta a algún idiota cargado de euros.
Nadie sabe, por supuesto, si la FIFA, que es como el consejo palermitano de la mafia, hará algo al respecto o si siente que alguno de sus reglamentos ha sido violado por estos voraces pendejeretes.
Lo que sí me deja estupefacto, por ingenua y por tercermundista, es la alharaca que en estas tierras de mala entraña se hace cuando “se descubre” que el fútbol puede ser también un negocio sucio.
Hace años que el fútbol es un puro negocio. Y muchas veces, un muy mugriento negocio. Y se necesita ser Caperucita para no saberlo.
¿No es el señor Berlusconi, heredero moderadamente sofisticado de Lucky Luciano, dueño del AC Milán, el club que estuvo comprometido en los resultados arreglados por la industria italiana de las apuestas?
¿Y en qué escalafón de la mafia rusa está el señor Abramovich, dueño del Chelsea?
¿No tuvieron que castigar, descendiéndola a segunda división, a la “Juve”, esa “vieja señora” que parece haberse acostado con medio Torino?
¿No fue Luciano Moggi, su director ejecutivo, el que “fabricó” varios campeonatos, muchos descensos y goleadas que dejaban estupefactos a los hinchas y repletos sus bolsillos?
¿No fue él quien le mandó decir al árbitro Paolo Dondarini –así constó en las interceptaciones ordenadas por la fiscalía turinesa- que “debía cobrar inclusive lo que no se viera” con tal de que la Juventus le ganara a la Sampdoria en la segunda ronda del putrefacto torneo del 2004?
¿Y al pobre defensa colombiano Andrés Escobar no lo mató un sicario del Cartel de Medellín por hacer un autogol en el mundial de 1994?
¿Y no se supo, acaso, que el Olympique de Marsella se dopó casi entero cuando ganó su única copa Champions League, a pesar de lo cual la FIFA declaró válido el triunfo?
¿Y cuando el utilero argentino le metió un sedante al agua del equipo brasileño en los octavos de final del Mundial del 90?
¿Y la Operación Silbato Dorado, que en el 2006 expuso la corrupción del fútbol portugués, con compra de arbitrajes y construcción de resultados en la segunda división?
Cuando el fútbol era lento y bello y amateur era, por lo general, algo limpio. Cuando llegaron las televisiones y sus miasmas, los dineros grandes y las pocas vergüenzas, la sospecha descendió sobre los estadios en forma de una nube tóxica.
Desde entonces, hace 40 años por lo menos, el fútbol y la porquería no se odian. Lo del Perú es un sencillo dable en la tercera división de la liga inglesa. Digamos que es un escándalo del tamaño amebiano de nuestro fútbol (hoy por debajo de Venezuela y Bolivia).
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