Un profesor de psicología llamado Michael Inzlicht, de la Universidad de Toronto, ha publicado un estudio en el que sostiene que los creyentes en Dios sufren menos ansiedad y estrés que los agnósticos.
Inzlicht ha observado que, ante una situación de tensión, los individuos con creencias religiosas desarrollan una actividad mucho más discreta en el denominado córtex cingulado anterior, una zona cerebral que dispara las alarmas ante un posible episodio de angustia.
O sea que, según el profesor Inzlicht, la creencia en Dios actuaría como un sedante natural.
La verdad es que este estudio, publicado en la revista Psychological Science, no revela una gran novedad.
Confirmaría, sí, que pertenecer al inmenso club de Dios ejerce un efecto relajante, una sensación de estar bajo la protección de una Corporación invencible que distribuye el más codiciado de los productos: la inmortalidad del alma, la posibilidad de ser recompensados cuando somos inmóvil esqueleto, y la más audaz esperanza de resucitar el día inevitable del Juicio Final (mira qué mayúsculas).
Cuando Marx dijo que la religión era el opio del pueblo no estaba formulando una mera provocación de materialista dialéctico. Lo que quiso decirnos es que, tal como lo podría haber confirmado el doctor Inzlicht, la religión opera como un tranquilizante social y es parte de los mecanismos de control que ayudan a impedir la explosión.
Algún día se descubrirá que el misticismo religioso adormece parte del córtex, lanza al torrente sanguíneo una enzima que produce estoicismo y amor por la mortificación, supervisa la adrenalina accidental y dirige el tránsito hormonal con la severidad de un policía de Boston.
En resumen, que no es que Dios da paz sino, más bien, que la paz necesita a Dios para ser conservada.
Si el mundo fuera menos estúpido y más justo el calmante de Dios, vertido en forma de maná de boticario, sería menos necesario.
Cuando un palestino-bomba revienta en medio de una multitud judía, está convencido de que Alá lo reivindicará allá en el cielo, donde no hay franjas de Gaza ni muros de vergüenza.
Cuando un aviador judío masacra a una familia palestina, está seguro de que Jahvé lo autoriza y lo aplaude desde ese cielo preciso que cubre sólo las tierras prometidas (ese cielo controlado ahora por los F-18).
Si Dios otorga la serenidad necesaria para matar al otro sin remordimientos, imagínense qué salutíferos efectos tendrá en la vida cotidiana.
¿No debiera ser la amapola un símbolo deísta? ¿Cinco miligramos de Xanax serán un sucedáneo de Dios? ¿Y la valeriana de la tierra, no será parte del diseño inteligente?
Voltaire creía en Dios porque decía que no podía imaginarse un reloj sin un relojero que lo hubiese creado. El solo hecho de que Voltaire comparara al mundo con un reloj da una idea del sofisma mecanicista por el que deambulaba.
Los agnósticos, en cambio, hemos construido nuestro propio purgatorio. Y no nos quejamos ni matamos en nombre de algún Ser Superior (otra vez las mayúsculas).
Sabemos que admitir a Dios sería un paso hacia la membresía más universal, pero nos negamos a dar ese paso inspirados por el miedo.
Creemos, eso sí, que Dios no ha dado ninguna prueba de su existencia y que, de existir, se ha pasado una larguísima vida jugando a las escondidas y mirándonos desde una soledad descomunal y desde un narcisismo poco digno de un ser tan sublime.
Lo que sí sabemos es que la usurpación que ha padecido Dios por parte de sus muy terrenales plenipotenciarios demuestra, precisamente, la mágica impostura de las religiones.
ya no hablemos de los Dioses que ordenan matar primogénitos, de los que prometen vírgenes en lechos de nube para los que maten en su nombre y de los que ordenaron quemar vivos, por herejes, a quienes investigaban la circulación de la sangre.
Eso ya no tiene que ver con Dios. Tiene que ver con los manicomios.
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