El tercer matrimonio de don Felipe Tudela y Barreda y doña Graciela de Losada –la primicia es de la edición de ayer de “Caretas”- parece la última escena de una tragicomedia.
En la foto que “Caretas” publica, el beso ceremonial de la pareja tiene mucho de boda postrera y despedida pública. Si uno fuera cruel hasta el mal gusto diría que es como el beso de la muerte.
Viendo el video que acompaña la información, sin embargo, nos enteramos de que para llegar a ese beso los novios fueron animados por una voz entre cubana y peruana que les solicita “un piquito para la foto”. El beso instintivo de la pareja había sido uno casto y amical, tierno y en la mejilla.
Todo en el rito parece una película sombría. El hombre que los casa en nombre del estado de La Florida le grita al novio “¡Felipe!” con el tono que sólo se usa para los sordos y le manda repetir una fórmula de lealtad conyugal que termina con la vieja frase aquella de “por el resto de su vida”.
Tratándose de un consorte de 94 años y de una compañera de 79 el optimismo del recitado ceremonial roza el humor negro involuntario.
A mí el amor de la vejez longeva no me produce, como a tantos, cortesía y hasta cariño. Lo que me produce es unas ganas irresistibles de meterme bajo tierra y no ver y no oír y no participar.
Cuando Sartre y Simone se revolcaban juntos eran, a su manera, bellos y lúcidos. No les habría perdonado estar dándose piquitos en público cuando a Sartre lo asaltaron los años y a Simone la tristeza.
Siempre he asociado el amor con la vitalidad y la vigencia. Y el amor de pareja que el tiempo vuelve asexuado, ya no es amor. Será amistad, hábito y hasta adicción inerte, pero no es amor. Y un matrimonio con pinta de maniobra judicial es al amor lo que Keiko a la decencia.
Sé que lo que digo es impopular, arbitrario, impío y probablemente desquiciado. Pero ver a dos personas enfiladas a sus últimos pasos fingiendo que dan los primeros y besándose como cuando tenía sentido, me produce eso que podría llamarse un escalofrío estético.
Claro que esto de matrimonio no tiene nada. Esto es un modo de evitar la extradición, un salvoconducto judicial, una boda abogadil.
Pero, por lo mismo, ¿para qué la impostura de los anillos que apenas se pueden poner y de los juramentos que apenas se pueden repetir? Hubiera bastado el certificado matrimonial expedido por el magistrado Harvey Ruvino, del condado de Dade.
De este modo, y para desdicha de los hermanitos Tudela, el patriarca decide en contra de sus hijos y denuncia testamentariamente la hipocresía filial que pretendía salvarlo.
Entre el revoloteo de los cuervos –dirigido por ese pájaro de alto vuelo llamado Enrique Ghersi- y el acompañamiento enfermeril de doña Graciela –una enfermera que ya cobró por adelantado y con creces sus servicios-, don Felipe ha elegido el mal menor.
Había poco que elegir, como en toda vejez extrema. Pero gracias a la voracidad de sus ñaños, don Felipe ha tenido que ser público e indiscreto y se ha visto obligado a hacer lo que Neruda temió que harían, a su muerte, sus enemigos: publicar sus calzoncillos.
En la foto que “Caretas” publica, el beso ceremonial de la pareja tiene mucho de boda postrera y despedida pública. Si uno fuera cruel hasta el mal gusto diría que es como el beso de la muerte.
Viendo el video que acompaña la información, sin embargo, nos enteramos de que para llegar a ese beso los novios fueron animados por una voz entre cubana y peruana que les solicita “un piquito para la foto”. El beso instintivo de la pareja había sido uno casto y amical, tierno y en la mejilla.
Todo en el rito parece una película sombría. El hombre que los casa en nombre del estado de La Florida le grita al novio “¡Felipe!” con el tono que sólo se usa para los sordos y le manda repetir una fórmula de lealtad conyugal que termina con la vieja frase aquella de “por el resto de su vida”.
Tratándose de un consorte de 94 años y de una compañera de 79 el optimismo del recitado ceremonial roza el humor negro involuntario.
A mí el amor de la vejez longeva no me produce, como a tantos, cortesía y hasta cariño. Lo que me produce es unas ganas irresistibles de meterme bajo tierra y no ver y no oír y no participar.
Cuando Sartre y Simone se revolcaban juntos eran, a su manera, bellos y lúcidos. No les habría perdonado estar dándose piquitos en público cuando a Sartre lo asaltaron los años y a Simone la tristeza.
Siempre he asociado el amor con la vitalidad y la vigencia. Y el amor de pareja que el tiempo vuelve asexuado, ya no es amor. Será amistad, hábito y hasta adicción inerte, pero no es amor. Y un matrimonio con pinta de maniobra judicial es al amor lo que Keiko a la decencia.
Sé que lo que digo es impopular, arbitrario, impío y probablemente desquiciado. Pero ver a dos personas enfiladas a sus últimos pasos fingiendo que dan los primeros y besándose como cuando tenía sentido, me produce eso que podría llamarse un escalofrío estético.
Claro que esto de matrimonio no tiene nada. Esto es un modo de evitar la extradición, un salvoconducto judicial, una boda abogadil.
Pero, por lo mismo, ¿para qué la impostura de los anillos que apenas se pueden poner y de los juramentos que apenas se pueden repetir? Hubiera bastado el certificado matrimonial expedido por el magistrado Harvey Ruvino, del condado de Dade.
De este modo, y para desdicha de los hermanitos Tudela, el patriarca decide en contra de sus hijos y denuncia testamentariamente la hipocresía filial que pretendía salvarlo.
Entre el revoloteo de los cuervos –dirigido por ese pájaro de alto vuelo llamado Enrique Ghersi- y el acompañamiento enfermeril de doña Graciela –una enfermera que ya cobró por adelantado y con creces sus servicios-, don Felipe ha elegido el mal menor.
Había poco que elegir, como en toda vejez extrema. Pero gracias a la voracidad de sus ñaños, don Felipe ha tenido que ser público e indiscreto y se ha visto obligado a hacer lo que Neruda temió que harían, a su muerte, sus enemigos: publicar sus calzoncillos.
0 comentarios:
Publicar un comentario