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miércoles, 8 de abril de 2009

La rabia de la derecha -opinion de hildebrandt



La condena a 25 años de Alberto Fujimori no sólo es una obra maestra del derecho y de la lógica, una construcción mental de impecable claridad y un encadenamiento irrefutable de hechos, documentos y testimonios.



La condena al hombre que confederó los vicios de la república y las peores flaquezas de la sociedad peruana, es un momento histórico pero también, y fundamentalmente, una manera de recuperar la decencia nacional.


Somos bastante mejores como país desde el día de ayer. El fujimorismo gutural quería que siguiéramos siendo, en muchos sentidos, una tribu sin ley que festejara la infamia y que sólo tuviera por norma la conveniencia de su cabecilla.




La sala penal que ha juzgado y condenado al usurpador de nombre Alberto Fujimori nos devuelve al mundo civilizado. Podemos decir ahora que, a diferencia de Chile, hemos aplicado la ley a quien jamás la acató. Porque si Pinochet sufrió ciertos aprestos judiciales -infligidos sobre todo gracias al juez español Garzón y al fuero londinense- murió, sin embargo, de larga vida y muchas muertes y jamás fue condenado.




Fujimori, en cambio, podrá ahora apelar a las instancias políticas de la siempre intervenida Corte Suprema, pero la condena de ayer lo marca para siempre y marca un antes y un después en la historia judicial peruana.




La historia del Poder Judicial en el Perú ha sido una historia de corrupción general y de muy pocas grandezas. La mayor de esas escasas grandezas, la grandeza mayúscula, ha ocurrido ayer. Y gracias a estos jueces con vocación de historia, tendremos que mirar de un modo distinto a la judicatura.





La corrupción no es inexorable. Los jueces paradigmáticos que ayer le han lavado el rostro al Perú demuestran que, al final, la elección entre el honor y la sordidez será siempre un asunto personal. Y que las personas dignas, más allá de las presiones y las turbas amenazantes, producirán siempre actos dignos.




Frente a tantos años de canalla abogadil y jueces no sólo sin rostro sino también sin honra, la sala penal presidida por César San Martín e integrada por los vocales Víctor Prado Saldarriaga y Hugo Príncipe Trujillo nos reconcilia con la esperanza: los jefes de Estado no son impunes, la democracia también es depuración y limpieza, no es una fatalidad aceptar el crimen ni resignarse ante la inmundicia.




Si hubo un San Martín importado y amable que juró la independencia en 1821, ayer ha habido un San Martín nacional que nos ha librado de una dominación tan indeseable como la que España impuso en estas tierras: la dominación del deshonor.




Fujimori es la interpretación más cabal y el resumen biográfico más perfecto del deshonor. No hubo deshonor que le fuera ajeno ni traición que lo asqueara ni felonía que le mereciese algún reparo.




Traicionó a la democracia que juró respetar, a la Constitución que debía cumplir, a la esposa que lo catapultó, a los evangelistas a quienes debía la victoria, a los apristas a quienes había amado tanto, a los tontos que lo creyeron “populista”.




Y cuando la ola de podre lo salpicó, traicionó a los traidores Montesinos y Hermoza Ríos, lo que es un refinamiento no sé si romano o delicadamente oriental.



Y cuando la cobardía lo ensilló por enésima vez -porque la cobardía es madre de la crueldad, según Michel de Montaigne, y Alberto Fujimori fue cruel hasta con los cadáveres-, cuando la cobardía lo azuzó, digo, perpetró la que sería la traición más transoceánica de su historia personal: renunció a la presidencia desde Tokio (“porque temía por mi vida”, diría después), se hizo japonés extrayendo la nacionalidad secreta que siempre había negado tener, se vinculó a círculos mafiosos y fascistas de la política del Japón, apareció de pronto en Chile creyendo que en el Perú lo esperaban las masas y, cuando la policía chilena lo detuvo, candidateó sin éxito al Parlamento nipón para blindarse.




Esa trayectoria ha terminado ayer con una condena que nos enaltece como país. Y esa condena se yergue ahora como un aporte de los jueces peruanos al derecho internacional y a la lucha que Latinoamérica ha librado en contra de la barbarie.




Sendero Luminoso y el MRTA le declararon la guerra al país. Pero, como lo demostró Antonio Ketín Vidal, enfrentarse al salvajismo marxista de Sendero y del MRTA no implicaba convertirnos en gentuza que celebrara en una playa militar una fiesta borracha tras el asesinato de nueve estudiantes y un profesor.



Fujimori vivió a sus anchas cuando Sendero y el MRTA le permitieron actuar como si todo le estuviese permitido. La captura relativamente precoz de Guzmán, debida al GEIN y no a los sicarios mandados desde Palacio, lo desconcertó.



Pronto, sin embargo, encontraría nuevos motivos para continuar su campaña destinada a “prolongar” la guerra todo lo que fuera posible. Un país normalizado no era conveniente porque podía permitir que la gente mirara el otro lado de la luna: el masivo latrocinio del presupuesto militar, las coimas grandiosas que irían a parar a Suiza y a la banca sucia del Caribe, la venta mafiosa de las empresas públicas, la compra de tractores chinos sobrevaluados y de aviones de guerra que costaban la mitad de lo que se decía que costaban, el uso de dineros públicos para comprar a los congresistas tránsfugas y sostener la prensa de estercolero dedicada a denigrar a “los enemigos”.




En estos días hemos visto y oído al fujimorismo, en todos sus matices, expresarse con plena libertad. Desde las objeciones de Valle Riestra, ese tribuno de “La Tribuna” y ese primer ministro goloso de la dictadura, hasta la señora Keiko Fujimori, que hasta ahora no nos dice cuándo devolverá el dinero sucio que recibió de su padre, pasando por Jaime Bayly, ese fujimorista que salió del clóset para anunciar que votará por quienes siempre lo asustaron y a los que siempre aduló.




Fujimori condenado. Las turbas que Raffo recolecta entre el lumpen harán lo suyo. “La Razón” gritará lo previsto. Martha Chávez, Martha Hildebrandt, Luz Salgado y Carmen Losada de Gamboa regurgitarán sus viejos argumentos. Valle Riestra usará, más que nunca, la corbata del luto por sí mismo. Los canales que le deben a la Sunat lo que la Sunat jamás permitiría a otros que se le debiera, seguirán reciclando chicharrones de prensa.



Pero todo eso será episódico. Desde ahora, el condenado Fujimori ya no es la víctima de una persecución que sus parásitos jamás pudieron demostrar. Desde ayer, Fujimori es un reo. Y el Perú ha amanecido distinto. El Perú ha jalado la cadena.




Es importante no olvidar algo que podría ser fundamental. No sólo los Saravá están de duelo. Están también de duelo, aunque quisieran aparentar lo contrario, los empresarios que apostaron todo por Fujimori.




No sólo en “La Razón” -el diario que justifica la masacre de Gaza tanto como la matanza de Barrios Altos- están de duelo. También lloran como viudas y viudos repentinos en “Eisha”, en la Confiep servil, en las oficinas de Dionisio Romero, en las gerencias de Saga y Ripley.




Porque Fujimori no fue sólo Barrios Altos y La Cantuta. Fujimori fue también la ejecución del consenso de Washington y del liberalismo en dosis de caballo.



El liberalismo no llegó a América Latina demandado por los pobres, como dicen los pobres diablos. El liberalismo llegó a Chile de la mano ensangrentada de Pinochet y a Argentina de la zarpa de Rafael Videla.




El Perú no podía ser distinto. Una política de persecución de los derechos adquiridos por los trabajadores, de supresión de los sindicatos, de ajuste para los de abajo y ganancias excepcionales para los de arriba y para las corporaciones que los de arriba muchas veces representan, sólo podía ejecutarse en medio del estado de excepción, la Constitución suspendida y la democracia quebrada.




La condena a Fujimori tiene connotaciones políticas. Pero no son las que el fujimorismo pretenderá esgrimir estos días. El sustrato político en todo esto es que la condena de ayer no sólo alcanza al autor mediato de crímenes abominables y al cómplice encumbrado de asesinos sombríos, sino al operador de una política que hoy, con la crisis mundial desatada, se muestra no sólo como injusta sino también como insostenible en el largo plazo.



La derecha llora por Fujimori. ¿Quién dijo que los cocodrilos no lloraban de verdad?




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