Había una vez un planeta donde vivían miles de millones de seres que solían odiarse a la distancia (agitando banderas) y que muchas veces se odiaban estando cerca uno del otro (agitando brazos y voces).
En ese planeta en el que el hielo de los polos se disolvía cada minuto y los bosques desaparecían talados o carbonizados, en ese extraño planeta intoxicado por los relaves de la minería y amargado por las injusticias, un día salió, supuestamente desde las porquerizas de California, un virus más inteligente que los otros, una diminuta sagacidad asesina que producía lo que la prensa, en un vano y nuevo intento de calumniar a los cerdos, llamó “la gripe porcina”.
A pesar de que los seres que habitaban ese planeta se sentían dioses cuando manipulaban genes y más dioses cuando pasaban las características de un animal a una planta, la aparición de ese virus mutado y sin nombre asustó a todos grandemente.
Hasta la Organización Mundial de la Salud declaró un estado de alarma previo al nivel máximo, mientras en todas partes se cerraban aeropuertos, restaurantes, salas de baile, y el uso de una mascarilla sobre la boca y la nariz empezó a ser común.
Una niña muy inteligente –y ya es sabido que no hay nada más inteligente que una niña inteligente- le preguntó, sin embargo, a su padre:
-¿Por qué tanta alarma por un virus que sólo ha matado a unas pocas decenas cuando todavía, cada año, mueren once millones de niños menores de cinco años a causa de enfermedades que podrían evitarse?
Su padre la miró con relativa sorpresa. Y digo relativa porque esa niña, de vez en cuando, tenía algunas salidas de ese tipo y dejaba a los adultos callados y pensando qué responder.
-Es que una cosa es la muerte que sucede como una cosa natural y otra cosa es una epidemia –desatinó el padre.
-Pero no es natural que once millones de niños que podrían no morirse se mueran porque están pobres o porque sus padres no tienen a un médico donde llevarlos –arremetió la niña.
-No es natural, pero, como sucede todos los años, ya no es una noticia que pueda alarmar a nadie –siguió derrapando el papá.
-Pero a los niños sí nos alarma que once millones de niños se mueran porque son pobres –insistió la niña.
-Bueno, pero nadie puede saber cuántos pueden morir con esta epidemia de fiebre porcina –se defendió el padre.
-De repente son un montón. Yo no sé cuántos serán y tú tampoco me puedes decir de cuántas muertes estaremos hablando. Lo que digo es otra cosa: ¿Por qué todos los noticieros y todos los periódicos hablan de lo que puede hacernos la fiebre porcina y nadie habla de los once millones de niños que se mueren cada año de enfermedades que habrían podido evitarse? Once millones de niños muertos cada año son más de 30,000 niños muertos cada 24 horas, papá. ¿No te parece que eso es también una noticia? ¿Sabías que en Sierra Leona, de cada cien niños, 28 se mueren de enfermedades como el sarampión?
El padre la miró y respiró profundamente.
-¿Ahora sí puedo apagar la luz, ahora sí te puedes dormir? –preguntó.
En ese planeta en el que el hielo de los polos se disolvía cada minuto y los bosques desaparecían talados o carbonizados, en ese extraño planeta intoxicado por los relaves de la minería y amargado por las injusticias, un día salió, supuestamente desde las porquerizas de California, un virus más inteligente que los otros, una diminuta sagacidad asesina que producía lo que la prensa, en un vano y nuevo intento de calumniar a los cerdos, llamó “la gripe porcina”.
A pesar de que los seres que habitaban ese planeta se sentían dioses cuando manipulaban genes y más dioses cuando pasaban las características de un animal a una planta, la aparición de ese virus mutado y sin nombre asustó a todos grandemente.
Hasta la Organización Mundial de la Salud declaró un estado de alarma previo al nivel máximo, mientras en todas partes se cerraban aeropuertos, restaurantes, salas de baile, y el uso de una mascarilla sobre la boca y la nariz empezó a ser común.
Una niña muy inteligente –y ya es sabido que no hay nada más inteligente que una niña inteligente- le preguntó, sin embargo, a su padre:
-¿Por qué tanta alarma por un virus que sólo ha matado a unas pocas decenas cuando todavía, cada año, mueren once millones de niños menores de cinco años a causa de enfermedades que podrían evitarse?
Su padre la miró con relativa sorpresa. Y digo relativa porque esa niña, de vez en cuando, tenía algunas salidas de ese tipo y dejaba a los adultos callados y pensando qué responder.
-Es que una cosa es la muerte que sucede como una cosa natural y otra cosa es una epidemia –desatinó el padre.
-Pero no es natural que once millones de niños que podrían no morirse se mueran porque están pobres o porque sus padres no tienen a un médico donde llevarlos –arremetió la niña.
-No es natural, pero, como sucede todos los años, ya no es una noticia que pueda alarmar a nadie –siguió derrapando el papá.
-Pero a los niños sí nos alarma que once millones de niños se mueran porque son pobres –insistió la niña.
-Bueno, pero nadie puede saber cuántos pueden morir con esta epidemia de fiebre porcina –se defendió el padre.
-De repente son un montón. Yo no sé cuántos serán y tú tampoco me puedes decir de cuántas muertes estaremos hablando. Lo que digo es otra cosa: ¿Por qué todos los noticieros y todos los periódicos hablan de lo que puede hacernos la fiebre porcina y nadie habla de los once millones de niños que se mueren cada año de enfermedades que habrían podido evitarse? Once millones de niños muertos cada año son más de 30,000 niños muertos cada 24 horas, papá. ¿No te parece que eso es también una noticia? ¿Sabías que en Sierra Leona, de cada cien niños, 28 se mueren de enfermedades como el sarampión?
El padre la miró y respiró profundamente.
-¿Ahora sí puedo apagar la luz, ahora sí te puedes dormir? –preguntó.
1 comentarios:
Su publicacion esta muy buena
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