La versión de tres ex rehenes estadounidenses de las FARC en torno a la figura de Ingrid Betancourt coincide en describirla como narcisista, manipuladora y mezquina. Algo de eso ya lo habían adelantado Clara Rojas, desde una virtual enemistad fortalecida en el cautiverio, y el todavía esposo de la Betancourt, blanco de un beso helado y un desaire público el día de la liberación.
El libro que acaba de lanzar Harper Collins y que reúne los relatos de los tres operadores de la CIA disfrazados de peritos de lo que sea termina quizá para siempre con la idealización de la señora Betancourt, operación a la que este columnista prestó, en su momento, un brioso entusiasmo.
La más famosa secuestrada de todos los tiempos en Latinoamérica seguirá siendo, desde luego, una mujer valiente que se atrevió a desafiar las aduanas clandestinas de las FARC. Y seguirá siendo un ser humano admirable que evitó la locura pensando en sus hijos y cuidando la poca esperanza que le quedaba como si de oro en polvo se tratara.
Ese martirologio no se lo quita nadie.
Lo que pasa es que algunos ingenuos pensamos que esta Ingrid debía ser, además de víctima y guapa, perfecta. Y construimos su altar con palabras y su hornacina con la pura rabia de saberla atada y su leyenda con los mejores supuestos de la benevolencia.
Y cuando la pudimos ver con el pelo tan largo como el de aquella Sierva María, de García Márquez –sólo que el de ésta era rubio y el de Ingrid castaño-, y comprobamos su aspecto de fantasma, entonces la quisimos más que nunca libre y la hicimos más que nunca mito.
Cuando salió libre aquel atardecer parecía una estatua de la libertad en traje de fajina, la Juana de Arco del trópico, lo que hubiera soñado ser Evita si no hubiese tenido que pasar por la farándula tan temprano. Estaba radiante y a nosotros se nos quebró la voz. Fuimos betancouristas hasta el llanto.
Ahora, sin embargo, tenemos que saber que ella y Clara Rojas se quitaban el aire y los saludos, que ella se creía con derecho a una ración de comida más grande y a bañarse primero y mejor, que había creado una especie de reinado personal en la jungla y que se había desembarazado del marido compartiendo la hamaca con uno de sus fieros captores.
Todo humanísimo, por supuesto. Todo explicable y todo repleto de atenuantes. Todo, además, en el contexto de un infierno de siete años que a cualquiera hubiera exterminado.
Quizá Ingrid hablaba tanto de sí misma para repetirse que existía y pregonaba lo de su candidatura a la presidencia de Colombia porque era la mejor manera de fantasear terapéuticamente. Y quizá se engreía hasta la irresponsabilidad con los demás porque sabía que lo que más querían las FARC era devorarle el ánimo.
Y, entonces, ¿por qué esa imagen devastada y sin pizca de orgullo cuando permitió que la filmaran en pleno campamento?
¿Es que la política es siempre, aun en la tragedia, una variante de la impostura y una máscara de hierro? ¿Es que nadie es sí mismo en la política?
Algo hay de eso. No hemos dejado de admirar a Ingrid Betancourt y, sin embargo, es imposible no preguntarnos si la Ingrid que construimos con palabras y signos de admiración nació, más que de la realidad, de una necesidad nuestra de levantar estatuas en los paseos de la mediocridad de nuestra América.
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