Francisco Tudela se encontró con el fantasma de su linaje.-
¿Qué estás haciendo, desdichado?- preguntó el fantasma, vestido de oidor de la Audiencia de Charcas.
Tudela no movió un músculo. En esa cara, que quería ser de alabastro, estaban, mezclados y en relativa armonía, los rasgos de la Casa Tudela, varias generaciones de encomenderos –la primera de las cuales había nacido a la luz del ejemplo del rebelde y varias veces muerto Gonzalo Pizarro-, denunciantes de minas, realistas por lo bajo, cortesanos por todo lo alto, académicos del hueveo, ministros del civilismo, ricos del guano y funcionarios de alto rango.
Todos ellos, sin embargo, a pesar de silencios y defectos, podían jactarse de no haber servido jamás a un régimen de pandilleros natos.
-Maldito –añadió el fantasma-, ¿sabes lo que estás haciendo?-.
Tudela se puso amarillo como los huevos chimbo que le hacía su nana.
-No tenía otra opción –dijo.
Un escalofrío de ira sacudió al espectro. Un ruido ferroso de cadenas y un crujido de galeón bajo tormenta pusieron a Tudela con la misma cara que ponía cuando su abuela lo perseguía lavativa en mano.
-Nos has manchado con tu falta de carácter. Eres el primero de esta estirpe que practica la indecencia –sermoneó el ectoplasma con cada vez mayores bríos-.
-Me reivindicaré. Haré que Chino Maldito se vuelva un demócrata, un Thomas Jefferson, un santo varón. Lo juro –dijo Tudela adoptando la posición desde la que le hablaba a Chino Maldito (es decir, de rodillas y con las manos en actitud de rezo)-.
-Seré un fantasma pero no soy cojudo –dijo el espectro empezando a disolverse lentamente a partir de los zapatos-. Sólo vine a decirte que a partir de ahora escucharás voces en el pasillo, crujidos en el clóset, ruidos en la cocina y alaridos en tus sueños persecutorios. También te digo que soñarás, cada noche, la misma pesadilla: Laura Bozzo en tu cama nupcial, calata, recosida, mostrando axilas sin depilar y dispuesta a todo. Que así sea.
Tudela perdió el conocimiento.
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Pablo Macera era un académico honorable, enamorado y con pantuflas.
Un día el marrano de Orellana, que era secretario de Chino Maldito, puso en el café de Macera el llamado Chamico de los Siete Encantos.-
-¿Qué me pasa? –preguntó Macera con una voz que se le acababa de adelgazar-.
-Era el paso que te faltaba, Pablo –dijo Orellana-.
La transformación que producía el Chamico de los Siete Encantos era radical: el duodeno se convertía en el órgano del pensamiento, el cerebelo renunciaba a todas sus funciones, el lóbulo frontal cometía suicidio disolviéndose como una clara de huevo, los riñones eran la nueva sede de las emociones, el colon devenía centro del lenguaje y las meninges llegaban a ser unos celofanes ligeros que se expulsaban con la pichi.-
¡Dios mío! –exclamó Macera-: siento una revolución dentro de mí.
Y se puso a bailar el Baile del Chino.
Orellana lo miró con esos ojos que el tiempo había amarillado. Estaba feliz.
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Las Marthas se encontraron en el Cielo.
-¡Dios mío! –dijo Martha Chávez mirando a Martha Hildebrandt-: no éramos tan malas.
-Claro que no, qué malas ni qué ocho cuartos: hacíamos lo correcto –dijo Martha Hildebrandt-
.-Noooooo, malvadas –gritó un vozarrón que sólo podía venir de una suprema autoridad-: habéis desperdiciado una vida en la Tierra.-
Pero podemos redimirnos –dijo Martha Chávez comprendiendo recién lo difícil de la situación-.
-Una segunda oportunidad, como se dice –dijo Martha Hildebrandt-
.-Ustedes en el Infierno habrían gozado, ¿verdad? –preguntó Dios-.
-¿No dicen que es el peor de los castigos? –se atrevió Martha Chávez-.
-No para ustedes –dijo Dios-. En el Infierno la gente se hiere, los respetos no existen, el poder se disputa en callejones oscuros, la mentira es un deber, la mugre una condecoración, la nobleza un estigma y la pezuña un motivo de amor.
A las dos Marthas se les hacía agua la boca. El Infierno, tal como lo describía Dios, era, en realidad, el reino de Chino Maldito.-
-¿Se les hace agua la boca, no? –preguntó Dios adivinando con sus superpoderes-. Pues no, no irán allí. Estarán aquí en el Cielo, donde la ley impera, donde San Pedro controla el parlamento para que yo no pueda hacer lo que me dé la gana, donde nadie roba ni mata ni miente y donde al otro se le considera un prójimo con iguales derechos. Aquí sufrirán para toda la eternidad.
Ambas Marthas trepidaron de horror.
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