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jueves, 19 de febrero de 2009

Historias imaginarias de la década del asco (III)

¿Qué era eso? Absalón no podía creerlo.
En el horizonte, un ejército de escorpiones con los pendones papales de Cipriani y los ingenios hostiles del duque de los pantanos de Villa (o sea Tudela) se acercaba haciendo temblar la tierra.
Y Absalón estaba sólo con su Guardia Mora, es decir unos doscientos escarabajos bosteros que apenas podrían facilitarle la retirada.
¿Retirada? Absalón decidió que no. Que le haría frente a esta nueva provocación de la facción monárquica del fujimorismo.
Frotó entonces sus aletas dorsales en son de alerta y produjo el zumbido previo a las grandes batallas, con lo que, a los pocos segundos, tuvo al capitán general de la Guardia Mora al frente.
-¿Que no ve la polvareda, capitán? –preguntó Absalón observando la lejanía con su catalejo múltiple-.
-Artillería, ¡prepararse! –gritó el capitán reaccionando de inmediato-.
Miles de patas se pusieron a trabajar con un frenesí del que sólo son capaces los escarabajos bosteros.
Cuando la primera línea de la infantería de escorpiones estuvo a tiro, decenas de catapultas funcionaron a la vez.
Absalón miraba desde su puesto de mando instalado junto a una seta.
La carnicería fue enorme. Los estúpidos escorpiones, ahogados en bosta blanda o desgarrados por los morteros de 105 milímetros de caca dura, sufrieron más bajas que nunca. Al final no les quedó otra que emprender una retirada en desorden.
-¡Tora, tora, tora! –gritó Absalón-.
Esa noche brindaron con aguardiente de geranio y fumaron cigarrillos de alhelí. Y se empacharon de bosta.
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“Toledo, enemigo de los comedores populares”. Chino Maldito pensó en la frase y la aprobó. Al día siguiente aparecería en el “Expreso” de Calmell del Solar y sería llevada en pancartas por cientos de señoras que exigían seguir siendo mendigas.
Cómo gozaba Chino Maldito. El Perú ya se parecía a lo que él había imaginado en los albores de su odio: legiones de pedigüeños, una asamblea de manos tendidas y uñas sucias, una corte de los milagros con himno nacional, un hervidero de vendedores de su propia sangre (a 50 soles el cuarto de litro), una masa considerable de trabajadoras sexuales forzadas por las circunstancias, cientos de miles de taxistas con título universitario, un océano de cholos baratos y pagarés que jamás se honrarían.
-Ah, qué hermoso –dijo Chino Maldito suspirando-.
Puso su disco favorito, el CD que el loco Lusa le había preparado para hacerlo dormir en las noches difíciles de sátrapa sin remordimiento. El CD era una sucesión de grabaciones hechas en distintos mítines y contenía una selección de frases maravillosas gritadas por mercenarios surtidos:
-Queremos pedir limosna toda la vida, Chino Maldito es más que un padre, Pan o muerte: moriremos...
Y así por el estilo. Chino Maldito disfrutaba con ese país de esteras donde lo que se leía era “El Chino” y “El Tío”, serpientes impresas que se arrastraban por los kioscos e hipnotizaban los ojos tristes de millones de pobres diablos.
-Qué lindo país he destruido –dijo Chino Maldito-. Y, sin embargo, hace falta tanto todavía.
Un orgullo que venía de Guadalcanal y de los Zeros estrellados por kamikazes, un sentimiento patrio fundado en la hazaña fulminante de Pearl Harbor, un amor por lo suyo que pasaba por el Nankín tomado y pisoteado treparon por su rostro y encendieron sus mejillas. Nunca había sido más feliz. Ni siquiera aquella vez que encerró a la Higuchi con la ayuda de un soplete de acetileno.
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-¡Nooooo! –gritó Chino Maldito mientras escuchaba al mensajero-. ¿Que el indio ese está en 28 por ciento y subiendo y yo en 36 y bajando?
Luego de ordenar decapitar al mensajero con una regla escolar, Chino Maldito mandó llamar a M. Forrado, T. Apoyo y M. de Mierda. Eran los tres demógrafos que le fabricaban las mejores encuestas del medio.
-¿Qué es esto? –preguntó Chino Maldito con su peor vocecita-.
-Es la verdad, Emperador –dijo Forrado, que ahora estaba, por si acaso, bajo la protección de la embajada española-.
-¿Y cuándo nos ha importado la verdad? –replicó Chino Maldito.
-Su Majestad tiene que lograr que la Universidad de Ingeniería ya no publique encuestas- dijo M. de Mierda-.
-¿Eso es todo lo que se les ocurre, malditos? –vociferó Chino Maldito-.
-A mí se me ha ocurrido algo –dijo T. Apoyo levantando el índice derecho-.
-¿Algo inteligente y gratis? -preguntó Chino Maldito con una mueca de desprecio-.
-Si usted le dijera la verdad al pueblo, si el pueblo viera en usted sinceridad y algo de desprendimiento, si algunos de sus asesores se apartara del medio...remontaríamos en las encuestas –alcanzó a decir T. Apoyo-.
M. Forrado y M. de Mierda se habían puesto de pie y alejado cuatro pasos hacia atrás. ¿Había enloquecido T. Apoyo? ¿Estaba drogado? ¿Venía de matar a sus padres? ¿Quería que Martin Rivas lo interrogase?
No tuvieron tiempo de pensar más. Chino Maldito hizo uso del timbre que tenía oculto debajo de su mesa de trabajo y, tan pronto dejó de sonar, entró al despacho un grupo de escarmentadores educados en Panamá y con máster en el Pentagonito.
Cogieron a T. Apoyo de los brazos y lo arrastraron hasta el Cuarto Intermedio, que era parte de la Zona Reservada del SIN. Allí el loco Lusa, disfrazado de Jack Nicholson en “El resplandor”, y Montesinos, disfrazado de Hombre de Seguridad, sometían a los traidores a un interminable pliego de preguntas que no podían tener respuesta y a un Test de Rorschach hecho con sangre fresca y, por último, a un segundo interrogatorio de naturaleza póstuma. Allí había estado Mariella Barreto un día antes de su descuartizamiento.
-¿Alguna otra idea? –se burló Chino Maldito-.
-Necesitamos ir al baño –dijeron afiatadamente M. de Mierda y M. Forrado-.
Vayan nomás –dijo Chino Maldito de lo más indulgente-.
M. de Mierda y M. Forrado enfilaron a los servicios con el paso dual de un equipo olímpico de nado sincronizado.

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