Una de las cosas raras que tiene la televisión es que todas las noches una mujer te maquilla la cara.
Antes detestaba que me maquillasen. Ahora, disfruto cada segundo y pido que me maquillen un poco más. Será que antes me resultaba menos arduo encontrar a una mujer que me acaricie la cara.
Lo que no tolero es que me maquillen en presencia de otras personas. El maquillaje debe ser un acto confinado a la más estricta intimidad. La maquilladora y yo nos encerramos en un pequeño cuarto iluminado y, mientras ella esparce la base con una esponja y me espolvorea y me pinta las pestañas y los labios y deja que salga la mujer que se agazapa en mí, nos entregamos a un intercambio de chismes menudos, de pequeñas intrigas, de confidencias sobre nuestras desgracias sentimentales.
Llevo veinticinco años saliendo en televisión. Me han maquillado muchas maquilladoras. Pocas sin, embargo, han sido mis amigas. Hay maquilladoras que te atienden como si te estuvieran lijando, abofeteando o arañando. Hay maquilladoras mudas. Hay maquilladoras malvadas, que te maquillan para que quedes horrible y parezcas un esperpento, una cosa ridícula. Casi todas las maquilladoras son mujeres frustradas, avinagradas, porque ganan poco dinero y saben que las caras que ellas maquillan ganan muchísimo más dinero que ellas y eso les parece una injusticia grotesca y por eso se ensañan contigo y te aplican la base incorrecta o un colorete en los labios completamente amariconado.
Son muy pocas las maquilladoras que han sido mis amigas. Esto nada tiene que ver con sus habilidades o talentos en el oficio de pintarme la cara, disimularme los granos y secarme la grasa con papeles de arroz; esto tiene que ver con la confianza que ellas me han inspirado. Como regla general desconfío de las maquilladoras, del mismo modo que desconfío de los peluqueros, pues toda la información que les cuente podría ser usada en mi contra. Sin embargo, he tenido la suerte de conocer a unas pocas maquilladoras a las que probablemente no olvidaré, y no afirmo con toda seguridad que no las olvidaré porque últimamente me olvido de todo y además podría darme mal de Alzheimer y entonces ¿cómo podría asegurar que nunca las olvidaré, si quizá algún día no sepa que esa mujer que me sonríe es mi hija?
Una de ellas se llama Narda, vive en Lima, me compra calzoncillos blancos que siempre me quedan apretados y medias negras para el programa. Narda es adorable. Me peina, me maquilla, me echa gotas en los ojos, me acaricia con una suavidad maternal, como ya nadie me acaricia fuera de la televisión, en la vida misma. No sé por qué, siempre terminamos llorando. Yo le cuento que algo me duele y ella me cuenta que algo le duele y ella me recomienda unas pastillas y yo le ruego que no siga durmiendo sin medias y con la ventana abierta, le aseguro que ese es el origen de todos sus males y quebrantos de salud, y luego nos emocionamos porque la plata no alcanza y la vida se nos escapa entre quejas y apremios y terminamos llorando sin razón, porque sí, porque nos queremos y esa es la manera peruana de demostrar que nos queremos, llorando sin razón alguna.
También he tenido la suerte de conocer a La Mora. La conocí en Miami, en los estudios nuevos del canal. Es una mujer joven, guapa, de anchas caderas y pelo rizado, elocuente, alegre, dicharachera, cubana al fin y al cabo. Había tenido mucha mala suerte, pero nunca se quejaba. En La Habana ya no se podía estar, así que se subió a una balsa con su hijo Rey David y atravesó el peor de los infiernos, el de los mares encrespados en las noches infinitas.
Llegando a las costas de la Florida, la subieron a un bote y la enviaron a Guantánamo. Para su infortunio, ese mismo día habían cambiado la ley: si no ponías los pies en las playas de Estados Unidos y los guardacostas te pillaban aún en el mar, te despachaban a las carpas de Guantánamo, donde no eras cubana ni exiliada ni nada, eras solo un número, una carpa, un colchón en el piso y una ración de comida grasosa. Allí la llamaron La Mora, porque se llama Moraima pero era más fácil decirle Mora, y allí aprendió a ser maquilladora y pasó dos años hasta que llegó a Miami con su hijo Rey David, que siempre la llamaba al celular cuando La Mora estaba maquillándome minutos antes de comenzar el programa. La Mora es infatigable y emprendedora, siempre está abriendo escuelas y academias de maquillaje y a menudo vienen con ella sus alumnos y practicantes y ella me pasa la esponja y el polvito y les enseña cómo es el arte del “meikáp”. La Mora desapareció de mi vida un viernes que vino corriendo después del programa y me abrazó y me dijo llorando que la habían despedido y yo le prometí que trataría de salvar su puesto de trabajo pero nada pude hacer por ella. No la he vuelto a ver desde entonces y han pasado ya meses. Sé que está escribiendo un libro, todo el mundo que conozco está escribiendo un libro por estos días. Extraño a La Mora hablándome con orgullo de lo listo y aplicado que le ha salido su Rey David, mientras yo siento el olor a tabaco que emana de sus labios voluptuosos.
Cuando despidieron a La Mora, apareció en mi cuarto de maquillaje una mujer joven, guapa, de anteojos, el pelo rubio teñido y las caderas anchas y rumbosas, como buena cubana. No siendo tan elocuente como La Mora, me inspiró afecto y confianza de inmediato, supe que era una buena mujer y que no mentía, que me decía las cosas que estaban pasando en el canal, quiénes eran mis amigos y quiénes mis enemigos. No lo dudé, ella era mi amiga, le gustaba mi programa, me maquillaba con suavidad y esmero aunque con un aire ausente, como si su cabeza estuviera en otra parte, agobiada por alguna preocupación que prefería no compartir conmigo. Se llamaba Odalys y estaba casada y tenía una hija preciosa que una vez vino con ella y me sonrió dulcemente. Fue Odalys quien me obligó a ir al médico cuando me puse todo amarillo. Gracias a ella, me operaron a tiempo y salvé la vida. Fue Odalys quien me hizo notar que estaba perdiendo pelo. Son las pastillas, me dijo. Déjalas, chico. Eres muy joven para tomar tantas pastillas. Esas pastillas te están matando. No puedo, Odalys, le dije. No puedo dejarlas. Si las dejo, no duermo y me pongo a llorar como una niña. Pero el pelo se te está cayendo cantidad, me dijo ella. Luego me llevó al espejo y me explicó que mi pelo estaba enfermo, que se había debilitado, que tenía que hacer algo urgente para no quedarme calvo.
Si te quedas calvo, te despiden de la televisión, me dijo Odalys, sonriendo. Tú, sin pelo, no eres nadie, Baylys, añadió, revolviendo suavemente mi pelo enfermo y debilitado que ella se encargaría de curar.
Nada de champús ni lociones ni tónicos ni boberías, me dijo Odalys, con absoluta certeza. El pelo que se te cae, ya no vuelve a crecer. Tienes que impedir que se te siga cayendo el pelo. Y solo hay una manera. Hormonas. Tienes que tomar hormonas. Pero ya mismo. Ya mismo, te digo, Baylys, que si no, te quedas calvo y sin programa.
El lunes pasado llegué al canal y esperé a que Odalys me trajera más anticonceptivas porque ya se me estaban terminando y no sabía cómo conseguirlas en Miami sin prescripción, ella me había prometido que me daría un paquete cada mes y ese lunes me tocaba mi dosis de hormonas. Pero Odalys no llegó. Odalys no llegó porque el día anterior, el domingo a las diez de la mañana, su marido la mató en presencia de su hija y luego se suicidó. La noticia salió en los periódicos. Nunca esperas ver la foto de tu amiga maquilladora en la página policial del periódico, anunciando su muerte a tiros. Siempre pensé que yo moriría antes que ella, que ella vería mi foto en el periódico, pero la vida es así, nunca sabes nada y cuando crees que lo sabes, como la eficacia de las hormonas anticonceptivas en mi cuero cabelludo, desaparece la persona que te lo enseñó y que te las daba y te das cuenta de que cada noche de maquillaje en la televisión puede ser la última, o la penúltima, porque supongo que mi madre insistirá en que mi cadáver sea maquillado por manos cristianas.
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